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... Y al final, al fondo, el fútbol

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EFE / Óscar González

Tres días de desmanes, una decena de detenidos, otros tantos heridos, uno de ellos en estado crítico, y miles de euros de pérdidas por los destrozos ocasionados en los locales del Puerto Viejo. Y todo por un partido de fútbol. O mejor, con la excusa de un partido de fútbol.

Dieciocho años después, se han repetido las mismas imágenes. Aquellas que hicieron que Toni Blair, entonces Primer Ministro británico, se sintiera "avergonzado" de las peleas que protagonizaron los ultras ingleses con los hinchas tunecinos, sus rivales en aquella ocasión. Y poco ha cambiado.
Esta vez estaban advertidos y todos aseguraron haber tomado medidas. Se catalogó el partido de alto riesgo. Se reforzó la seguridad con un millar de policías entorno al estadio y otros 650 efectivos en la zona de aficionados (Fan Zone). Se prohibió la entrada en el país de 2000 radicales y la policía británica colaboró con la francesa.
Se habló de la utilización de un sistema de geolocalización de móviles y de drones para detectar los movimientos de masas de aficionados.
Y, después de todo, todo fue como siempre. Los hinchas ingleses volvieron a apostarse en la misma zona donde hace 18 años estalló la "batalla". Volvieron a beber sin control, a provocar con sus cánticos contra todo y todos, desde el yihadismo (Isis where are you?), a la Unión Europea (Europa jódete, todos votamos salir) o a la afición local (que se siente el que odie a los franceses).
Y, como casi siempre, bastó una chispa para que comenzase la pelea. La primera noche contra los aficionados locales. Y en la segunda se unieron los ultras rusos, que acudieron al canto de las sirenas -las de la policía y los servicios de emergencia- en busca de problemas.
Ni siquiera horas antes del partido, con la perspectiva de tratar de disfrutar del espectáculo, cesó la batalla. Con la misma rutina de los días precedentes, con similar intercambio de bravuconadas, con lanzamiento de botellas entre ambos bandos, con una nueva carga policial y con lesiones. Con un aficionado en estado crítico.
Y, tras la calma, impuesta a base de gases lacrimógenos y cordones de seguridad dispuestos por cientos de antidisturbios, el Puerto Viejo volvió a atraer turistas, pero esta vez para ver los restos de la batalla. Los miles de cascotes desperdigados por el suelo o las manchas de sangre, en cabezas, piernas o el pavimento.
Escenas que poco tienen que ver con un partido de fútbol. Con la confrontación entre dos de las mejores selecciones.
Casi al mismo tiempo, a unos escasos tres kilómetros de allí. Un padre y su hijo, disfrazados de cruzados, se dirigen al Velodrome con un balón en la mano. Rápidamente, otro aficionado inglés les pide que se lo dejen para dar unos toques. Y se va uniendo gente; el revendedor de entradas, un aficionado ruso, el magrebí que vende refrescos y bufandas. Perfectos desconocidos que entienden el origen del juego; la felicidad que produce patear un balón en compañía.

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